Anhelo ver puentes
difuminados. Puentes aletargados de luminosos días nublados como blancas
sinfonías. No me importa si bajo ellos hay aguas quietas o pasan
fantasmagóricos ejércitos o de nuevo un huracán amatorio arrasa dos cuerpos con
un torrente erótico difícil de clasificar.
Quiero estar en un puente
húmedo del sur donde sea posible escribir no por un sentido literario sino de
perplejidad de lo que llamamos real; por ello concibo estas palabras que son
una especie de descanso del pensamiento continuo.
Una tarde caminé hasta el borde de los
acantilados pensaba en ellos como cicatrices de la costa herrumbrosa o tal vez
como gigantes secuestrados en cárceles de anís y un sol enajenado y andariego
danzando en los vericuetos mentales de esos roqueríos que contuvieron el aliento
ante mi pasada insustancial
Un insecto brillante
fuerte hermoso cuyos sueños azabaches son una mercancía para locos, cruza el
espacio entre la hierba y los cielos con paso firme y carcaza industrial para
reiniciar la evolución.
¿Quién inventó la miseria?
No lo sabemos. Luego sobre la ruina sensual de las catedrales beberemos una
filosofía relampagueante que nos dará nuevas fuerzas.
La libertad tornasolada
que nos derretirá los ojos al estilo de las lámparas antárticas de ancianidad fabulosa.
¿Qué arroja el mar en
estas costas invisibles? No lo sabemos. Quizás trozos de madera de otras
dimensiones. Con ellos la diosa encendió el fuego. Suspiró la danza. Entregó su
pasión incorpórea a la voracidad de cinco humanidades lánguidas.
Las aves del mundo llevan
su amor fundacional volando sobre todos los puentes ciclópeos y las galerías
subterráneas. En algún lugar se guarda celosamente la poesía primera.
Anhelo ver puentes
difuminados y la silueta de la diosa sobre ellos. Nada más tiene sentido salvo seguir
exaltando mi oscuridad en medio del rocío con que el éter baña mi hipotética
existencia.